La personalización como un valor y una actitud

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El verbo “personalizar” tiene tres acepciones: 1) Hacer alusión a una persona o a un grupo de personas en particular, 2) Dotar de  carácter personal, propio, a algo, 3) Adaptar una cosa a las características, gustos o necesidades de alguien.  Dejando a un lado la primera, me centraré en las otras dos por su impacto en la percepción de calidad de cualquier servicio.

Es curioso porque esas dos acepciones pueden parecer contradictorias. Si uno desea imprimirle su impronta personal a las cosas que hace, como un buen artesano, corre el riesgo de desviar el foco a uno mismo y perder empatía hacia las expectativas de aquellos para los que concebimos el servicio. Pero por otra, como bien decía el nuevo Manifiesto Cluetrain: “Lo personal es humano. Lo personalizado no”, así que imprimir tu sello personal puede aportar una dosis de identidad que haga la experiencia única. En fin, son dos aspiraciones en tensión que hay que saber balancear porque ambas aportan singularidad a lo que hacemos.

Permíteme recuperar un bonito documento que parimos unos cuentos profesionales allá por enero de 2010, la “Declaración de Consultoría Artesana”, en el que contábamos cosas como estas: “Buscamos imprimir carácter y sentido personal a lo que hacemos, de manera que cada caso es un proyecto nuevo. En él incorporamos nuestra materia prima, el conocimiento abierto, así como el aprendizaje anterior y la experiencia renovada”. Pues bien, me apetece hablar de las implicaciones que tiene para nuestro trabajo el esfuerzo de personalización.

Todo el mundo promete con alegría hacer sentir a los usuarios o clientes de un producto o servicio como únicos y especiales; pero es más fácil decirlo, que hacerlo. Adaptar lo que sabemos, o tenemos, a expectativas y necesidades particulares implica un trabajo duro que muchos no están dispuestos a hacer.

Para personalizar hay que entender muy bien al usuario-objetivo. Eso implica ser muy pesados en la recogida de especificaciones. Yo evito preguntar sobre cosas que puedo averiguar por mi cuenta, pero al final termino preguntando muchísimo, intercambiando montones de e-mails, pidiendo documentos, revisando webs, y en la medida que me dejan, observando actitudes y comportamientos. Investigo por todos los medios posibles para conseguir comprender “eso especial” que les viene bien y que a veces ni ellos mismos saben que necesitan. Es un juego de aproximaciones sucesivas que en mi caso suele extenderse más de lo habitual, y que en ocasiones me ha hecho perder clientes. No deja de sorprenderme que haya gente que quiera una oferta personalizada pero no esté dispuesta a dedicar tiempo para que se les conozca bien.

Personalizar siempre tiene un coste en eficiencia. No se puede tener todo, así que si no estás dispuesto/a a asumir esos costes, entonces ni lo intentes. Eso es así porque en casi cualquier actividad profesional se vive una tensión entre eficiencia y flexibilidad, o sea, entre repetir más de lo mismo para reducir costes y mejorar los márgenes (o facturar más) y personalizar el servicio para aumentar la satisfacción del cliente. Está claro que la genuina personalización implica aumentar los costes de producir algo y eso conlleva disminuir los márgenes si no puedes incrementar el precio en igual proporción, algo que se antoja complicado en un país como España, donde los clientes son tan sensibles al precio. En fin, lo que quiero decir es que si nos ceñimos a criterios estrictamente económicos, no es buena idea vender ropa de boutique a precio de supermercado.

Por otra parte, a menudo se nos olvida que el aumento de “costes de producción” por personalizar el producto/servicio puede más que compensarse por la disminución de los “costes comerciales” que se necesitan para conseguir quien los compre. Lo que quiero decir, por experiencia propia, es que si haces bien tu trabajo porque personalizando has dejado al cliente más que contento, es bastante probable que el boca-oreja active un mecanismo natural que te ahorre el incómodo trabajo de vender.  No sé tú, pero yo hago cualquier cosa por quitarme de encima la pesada labor comercial. Y visto al revés, a más enlatada sea mi oferta (o sea, menos personalizada), más necesitaré invertir en ventas para poder colocar mi porquería estandarizada.

El esfuerzo de personalización es gratificante, una fuente de aprendizaje inagotable y una práctica muy divertida porque te obliga a moverte fuera del Power Point para dar respuesta a situaciones desconocidas que sólo se dan en determinados clientes. Es lo que permite renovar el material y las herramientas con las que uno trabaja para que no se seque el pozo, porque enlatar de forma sistemática puede ser muy rentable, pero es la muerte del espíritu y la vocación. Lo peor que nos puede ocurrir es aburrirnos de nosotros mismos de tanto repetir. Además, eso se acaba notando.

Mi obsesión por personalizar, en los dos sentidos que vengo hablando, hace que cobre lo que cobro pero que no me paguen todas los horas que realmente echo a los proyectos. No es un farol porque, además, es una práctica poco recomendable: siempre voy a trabajar más de las horas que me contraten. Y como sé que es así, que llevo ese defecto de fábrica, procuro que se note que he echado más horas de las que he cobrado: “no me lo pagas ahora pero como lo sabes, igual me sirve para que me vuelvas a contratar”.

Cuesta mucho construir una buena reputación pero se pierde en un pispas, con enorme facilidad, así que nunca me confío. Eso de “la confianza da asco” es de las prácticas más comunes, y más patéticas, del ser humano. Como sé que corro el riesgo de relajarme, activo las alarmas cuando trabajo con clientes conocidos (“ganados”) que, de tanta confianza, me exigen menos. Mucho cuidado con acomodarse y enlatar para ellos porque son los que más se merecen “el cariño” de la personalización.

En las charlas y conferencias es habitual echar mano de presentaciones ya hechas. Yo también lo hago porque es trabajo que se puede aprovechar, pero siempre dedico (mucho) tiempo a personalizar el mensaje y a añadir contenidos singulares. No es autobombo, pero es imposible que dos ponencias mías sean idénticas. Si me invitan a hablar de innovación en Guatemala, o de turismo en Costa Rica, sé que lo primero que tengo que hacer es una inmersión profunda en cada país, entender su geografía y sus retos, para conectar mis ideas con sus realidades. Es algo que me encanta, porque es un pretexto para aprender. Como estoy lejos de ser un gurú, no puedo aparecerme allí con un PPT enlatado que sirva para cualquier sitio. Si me piden que dé una charla en un hospital como el de Cruces, en Bilbao, más de lo mismo, tendré que esforzarme para traducir mis mensajes en lenguaje de innovación sanitaria. Si voy a dinamizar un taller de proyectos, es evidente que no puedo presentarme sin haber estudiado primero todos los proyectos de los participantes si quiero hacer valer mi trabajo y realizar preguntas inteligentes. Personalizar en estos casos es también una muestra de respeto.

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